Por Humberto López*
BANCO MUNDIAL. 17-marzo-2020.- Vivimos tiempos inciertos, que nos ponen a prueba como individuos y como sociedades. Pero me animaría a decir que la incertidumbre será el agua en la que deberemos nadar por un buen periodo de tiempo. Y que la capacidad que tengamos para adaptarnos a este nuevo entorno de cambios bruscos, crisis sorpresivas y otras disrupciones va a ser determinante.
Hoy hablamos de la pandemia del COVID-19 (Coronavirus), mañana hablaremos de otra cosa, igualmente imprevista que pudiera ser incluso más angustiante y en muchos casos más dolorosa. Lo que América Latina debe ejercitar es el músculo de la adaptación. Esta no es una receta de prevención médica, está claro, sino un diagnóstico de los tiempos que corren y en el que coinciden muchos expertos.
Latinoamérica es una de las regiones más riesgosas del planeta. El informe del Banco Mundial “Sobre Incertidumbre y cisnes negros: ¿Cómo lidiar con el riesgo en América Latina y el Caribe?”, de 2018, hace un análisis pormenorizado. Terremotos, tormentas, huracanes y otros desastres naturales ocurren con alguna frecuencia en nuestros países. La exposición a crisis externas y grandes variaciones en los precios internacionales de las materias primas son a su vez factores de incertidumbre económica.
Hablamos de cisnes negros cuando un hecho que por su naturaleza es impredecible asoma en el horizonte y todo lo que hasta ese momento creíamos estable -y acaso permanente- de pronto ya no lo es. En el pasado eran eventos raros, esporádicos. Ya no tanto. La aceleración corre para todos los órdenes de la vida. También para disrupciones que, como esta, nos obligan a revisar nuestras certezas y, sobre todo, mejorar nuestra preparación y capacidad de respuesta. El COVID-19 es un ejemplo de esto.
En tiempos como este es cuando muchas veces sale a la luz lo mejor de nosotros. Lo observamos en la explosión de solidaridad en las calles de nuestros países, entre perfectos desconocidos de pronto unidos por lazos invisibles. Lo vemos en las canciones cargadas de emoción que resuenan desde los balcones de toda Italia, y en los aplausos en España a los médicos y enfermeras que le ponen el cuerpo a la crisis. Son gestos que inspiran y refuerzan la certeza de que pronto superaremos esta situación.
Pero en lo inmediato los frentes son muchos y se deben atacar de manera coordinada. Los sistemas de salud de los países de la región deben contar con la capacidad para contener el brote del virus y deben poder monitorear la situación general de la población para intervenir en tiempo y forma. Necesitan para eso equipamiento de laboratorio, sistemas de seguimiento y personal entrenado de primera respuesta; una infraestructura hospitalaria acorde, con suficientes salas de cuidados intensivos y espacios de cuarentena; insumos básicos como guantes, mascarillas y ventiladores portátiles.
Las necesidades son muchas y de todo tipo. No sólo materiales sino también operativas y estratégicas. Además, cada país tiene necesidades específicas que esta crisis ha dejado al descubierto. Por eso estamos trabajando con ellos en el diseño de programas que respondan de manera también específica a las demandas que el coronavirus plantea en cada caso.
El Banco Mundial aprobó un fondo de emergencia de US$14.000 millones para apuntalar la respuesta global de manera inmediata, asegurándonos de que los países más pobres y vulnerables tengan un mayor acceso a esos recursos. Mucha gente está atravesando una situación difícil, física y emocionalmente, y es muy importante que actuemos lo más rápidamente posible para llevarles alivio. Con ellos está nuestro mayor compromiso.
Y en América Latina y el Caribe, el Banco está trabajando muy activamente junto a los gobiernos para ayudarlos a responder de manera rápida y flexible a la pandemia y minimizar hasta donde sea posible su impacto económico, que, si bien es aún difícil de medir, se anticipa muy significativo.
Una clara prioridad de la hora es prevenir la expansión del COVID-19. Es decir, reducir el riesgo que la pandemia representa para la región y el mundo. Es vital poner ahí todos los esfuerzos ahora que sabemos a qué tipo de amenaza nos enfrentamos.
Desde una perspectiva más amplia, sin embargo, debemos tomar nota de que el control de riesgos frente a un cisne negro es un ejercicio casi imposible. No podemos anticiparlos ni alterar su naturaleza. En el mejor de los casos podemos atenuar sus efectos con una combinación adecuada de políticas preventivas. Se trata entonces de reducir las vulnerabilidades y reforzar nuestra capacidad de respuesta.
Esto implica tanto contar con instituciones fuertes y creíbles, que sean capaces de manejar las crisis con solvencia operativa y transparencia, como hacer las inversiones necesarias en infraestructura, capacitación y equipamiento. También, disponer de fondos para emergencias, flexibilidad en la reasignación de partidas presupuestarias y políticas macroeconómicas sólidas, que puedan adaptar su respuesta y absorber un shock inesperado.
En resumidas cuentas, la fortaleza institucional, la planificación y el desarrollo del capital humano son la mejor defensa ante un golpe difícil de anticipar. Lamentablemente, estas son deudas que todavía no saldamos.
Un virus como el actual quizá no entra en esa categoría de riesgos más o menos predecibles, cuyos efectos se pueden mitigar con algunas buenas prácticas. Pero, reconozcámoslo, tampoco es un evento del todo inimaginable. Está en el orden de las cosas probables, para las que necesitamos contar con el antídoto de instituciones sólidas.