Por Juan Danell Sánchez ⁄ FOTO: SOStenible
Asesinar, además de ser un acto de cobardía y contra natura, desde siempre ha sido un instrumento para enviar mensajes cifrados entre grupos de poder, o del poder hacia las masas y sociedades. También existe por delincuencia común, pedestre, venganza, locura y hasta pasional. Toda forma es inadmisible.
Pero cuando se asesina para aterrorizar a una sociedad, un país, un pueblo; con la finalidad de perpetuar un sistema, en aras de la supremacía de unos pocos sobre los muchos, las dimensiones de ese hecho, de privar de la vida a un ser humano, rebasan la barbarie y llevan al Estado y a los grupos de poder, favorecidos por esas acciones, a los niveles primitivos de la humanidad; al estadio salvaje en el que los seres humanos valen nada.
En ese caso las personas nos convertimos en meras estadísticas, números de sacrificios, anécdotas de indignación y desesperanza. Esto sucede cuando el asesinato es selectivo, predeterminado, bien planeado para que proyecte un mensaje que se anide en el inconsciente de la sociedad. Que permanezca ahí, donde la conciencia no tiene claridad plena de lo que recibe, pero que está cierta de que lo recibió y que debe obedecer sin ver, ni razonar. El miedo y horror los sentimos, pero no intentamos siquiera explicarlos.
Cuando el ladrón, el ofendido, el desquiciado, matan; queda claro, para quienes conocen la noticia, por qué lo hicieron y aunque es un acto injustificable, perdura ahí como un hecho cotidiano en una sociedad subdesarrollada, estancada. Y esto sucede todos los días en un país como México, y a cada momento hombres y mujeres que salen de sus hogares con destino a sus lugares de trabajo, escuelas o centros de recreo y esparcimiento, nunca llegan porque alguien les quitó la vida, se convierten en el alimento de ese desastre periodístico que se llama nota roja. Hasta ahí.
Aunque tengan nombre y apellido los asesinos y las víctimas, pasan anónimos en la cotidianeidad de un país como el nuestro, en el que la inseguridad y criminalización de la sociedad rebasó con mucho esa capacidad de espanto, sorpresa, indignación, ante imágenes y hechos descarnados en contra de seres humanos.
La barbarie difundida por los medios masivos de información, y alentada por las políticas públicas en materia de comunicación social, cumplen su cometido a pie juntillas. Cada vez más la sociedad mexicana carece de conciencia social, es manipulada con toda impunidad y va como las veletas, para donde quiere el viento del poder.
Esto lo vemos con toda claridad en las llamadas redes sociales. Hoy atropellaron una mascota y todo mundo debe indignarse, y los frecuentes de esos sitios esporádicos se indignan hasta desgarrar vestiduras y maldecir a diestra y siniestra, sea o no real la imagen o la “noticia”. Basta con que aparezca en la red social.
Para el Estado esto constituye uno de los instrumentos más efectivos que pudo elaborar el hombre para manipular la conducta y conciencia de la sociedad.
Y esto viene al caso porque los recientes asesinatos de periodistas y luchadores sociales, un sacerdote, madres que encontraron los restos de sus hijas desaparecidas, una mujer joven y un hombre en estado de descomposición en territorios de Ciudad Universitaria –la máxima casa de estudios de México-, un chef famoso; todos son personas públicas, unos por su actividad y otros por el lugar donde aparecieron sus cuerpos sin vida, y todos llevan un mensaje en su muerte, más allá del hecho en sí de perder la vida, por lo que representaban o por lo que representa el lugar donde fueron abandonados o ejecutados.
No son fortuitos. Tienen un hilo conductor en el que la mano del Estado está detrás de esos crímenes. Se llama terror social, ingrediente fundamental para controlar, mediatizar, oprimir, manipular y someter a la sociedad en su conjunto.
El significado de los asesinatos de periodistas por la forma y contexto en que se dieron, y por tratarse de personas acreditadas ante la sociedad como de los muy pocos que son capaces de enfrentar el poder y desafiar los esquemas de opresión y represión, temerarios, porque así es la prensa combativa, ética; su asesinato conlleva el significado de que no hay poder superior al del Estado y la clase dominante, se trata de infundir miedo en la sociedad para que no proteste ni cuestione al Gobierno y su forma de gobernar.
Paralelo a esto, están la muerta y muerto en Ciudad Universitaria. No eran periodistas, ni reporteros, pero sus verdugos los dejaron en el máximo recinto en el que la sociedad en sí concibe como el más seguro para la educación y formación de los futuros profesionistas que habrán de conducir el destino del país. Encontrar cadáveres ahí, cifra que no hay lugar seguro en este país, que escape de la barbarie.
Lo mismo sucede con el crimen que victimó al chef. En el caso del sacerdote, victimado en plena Catedral, la Casa de Dios, inmaculada, intachable, pura bondad y refugio espiritual de buenos y malos, pero que no pudo salvaguardar la vida de uno de sus pastores, pues queda claro ya no hay para adónde hacerse y que nadie se salva: la sociedad queda vulnerable, desamparada, entregada a las fauces de los verdugos.
Y las protestas e indignación manifiesta en marchas y redes sociales lo único que logran es alimentar ese terror en la sociedad, por la impunidad prevaleciente en los crímenes. El mensaje que se aloja en el inconsciente de la sociedad es que nada se puede hacer ante el poder del Estado, del Gobierno y la clase en el poder. De nada sirve gritar en la calle y exigir justicia en una manifestación callejera, acotada, escasa, menor, si con ello lo único que se exhibe es la desvinculación de la prensa con la sociedad, la bajísima solidaridad que existe en el propio gremio, la debilidad de quien se supone poderoso cuarto poder, y con todo esto se le hace el favor al Estado de proyectar, ese abandono y debilidad, hacía las masas, a la sociedad en su conjunto.
En ese contexto inducido hacia la indignación y la protesta, se pierde la realidad que enfrenta el país y que dibuja un horizonte negro para la mayoría de mexicanos, léase clase trabajadora, obreros, campesinos, empleados y micro y pequeños empresarios de todos los sectores.
Algo similar a lo que sucede hoy en México, lo vivimos a inicios de 1994: el temor de la sociedad a la violencia generalizada (en estos días con los asesinatos selectivos por todas partes) por la declaratoria de guerra de una botarga, así se asumió en meses pasados el Subcomandante Marcos, dos magnicidios, la creciente inseguridad y la entrada en vigor de un tratado comercial (TLCAN) que sometió a los mexicanos a los intereses del capital estadunidense. Además de un proceso electoral complicado para relevar la Presidencia de la República y el Poder Legislativo.
En la actualidad, estamos a poco más de un año de las elecciones federales para cambiar de presidente y Congreso de la Unión, el TLCAN está en la antesala de revisión y renegociación, la sociedad está inconforme, enfurecida por el incumplimiento de las promesas de beneficios de la Reforma Energética, y la violencia se metaboliza en terror social, en una guerra de facto, como en aquel año del EZLN.
El clima de terror que impone el Estado a poco más de un año de los comicios para el relevo de presidente de la República y del Poder Legislativo, es la parte fundamental de la estrategia para mantener en el poder de gobernar al Partido Revolucionario Institucional, como determinante para darle continuidad al sistema capitalista que, por cierto, está en una profunda crisis. Es el horror de la guerra sin estar en guerra. El temor, pánico en la sociedad, para que no proteste y el sistema siga su curso, tranquilo, sin perturbaciones. El costo lo pagará, otra vez, el pueblo.