Días de ceguera

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Por Juan Danell Sánchez ⁄ FOTO: Ixbalanqué DANELL PÉREZ

A veces pienso, cada vez con mayor frecuencia, que el tiempo se ha hermanado con la historia en una complicidad tóxica. Y es que los días, con sus meses y años, se van indiferentes uno tras de otro, como si los seres humanos, la sociedad misma, no existiéramos.

Horas, días, años se van con gran prisa. Cuando los arrancamos del calendario es porque con ellos se llevan lo que les corresponde de nuestra existencia: estamos más viejos y nos pesa más su transcurrir. Para ellos no tendría por qué ser de otra forma. Después de todo sólo miden el tiempo que transcurre y anuncian el que viene.

Somos los seres humanos, con nuestras actividades cotidianas, los que le damos sentido a su existencia y hacemos que unos sean más importantes que otros.

Para lo que nos sirven, a final de cuentas, es para decir “aquí estamos”, de una u otra forma. Vivos o muertos. Por eso mismo hay fechas que no se olvidan y nunca deberán ser olvidadas, aunque no aparezcan señaladas en los calendarios.

A pesar de los pesares guardan historias incrustadas en el tiempo, que, por su intensidad de locura humana, la propia historia de la sociedad moderna quisiera borrar.

En fechas anteriores, justo 38 años atrás, el mundo se convulsionaba, estaba en crisis, se decía, como hoy se dice, que las grandes economías se colapsaban, y en aquel tiempo se culpaba a los comunistas de esos males mundiales, así como, también, a todo aquel que exigía el respeto a sus derechos elementales de ser humano.

A quienes eso reclamaban, los Estados y gobiernos les llamaban comunistas, y así condenaron a miles de los más pobres habitantes de las comunidades enclavadas en las sierras, en la miseria de las regiones olvidadas, por defender sus derechos de raza, credo y, sobre todo, de la tierra que les pertenece, pero que para el criterio caciquiles y la oligarquía rural, ellos, los indios, no tienen derecho alguno sobre ella.

Por ello los mataron, y matan, en caliente; sin juicio y sí con desquicio. Así lo decidieron los dueños del poder, y siguen vigentes en esa conducta contranatural, propia del capitalismo salvaje. Había que dejar muy en claro que los indios, en este país, sólo son indios y que no valen más que una muerte denigrante, artera, como matan los cobardes, así se asesinó el reclamo a la tierra y la justicia, así quisieron callar las voces que se levantaron en un “ya déjenos en paz”.

Y ese reclamo los gobernantes y oligarcas siguen queriendo apagarlo por aquí y por allá, allende las fronteras, sin días y sin años, con caretas de humildad y bonos de confianza en los aparadores de la globalización. Pero, en la montaña el fusil dice la última palabra, para “conciliar” con los pueblos serranos. Como en aquellos, nada viejos, tiempos.

Esos días de terror y despojo, renacen a cada momento. Tienen vida eterna. Alimentan con su transcurrir los replicantes insanos del capitalismo a la mexicana; porque de lo bueno, que lo hay, sólo un poco aparece.

Las tres últimas décadas del Siglo XX fueron, particularmente, importantes para la vida del campo mexicano y para evidenciar la contundencia del fracaso de la Revolución de 1910, en cuanto a cumplir con los postulados agrarios que le dieron forma a la revuelta armada: “La tierra es de quien la trabaja” fue bandera acribillada. La justicia prometida a los campesinos se convirtió más en tormento que en aliento, para sembrar las parcelas.

Con la administración del presidente José López Portillo, literalmente, terminaron los días de los “gobiernos emanados de la Revolución”. Con Miguel de la Madrid Hurtado en la presidencia del país, se abrieron las puertas a la globalización y al libre mercado, que llegó de lleno a México durante el sexenio de Carlos Salinas de Gortari.

Y aunque en las esferas de la alta burocracia se mantuvo el discurso que decía reclamar la reivindicación de los hombres del campo, la realidad es aplastante, sobre todo en los gobiernos de Ernesto Zedillo Ponce de León, Vicente Fox Quesada y Felipe Calderón Hinojosa –con Enrique Peña Nieto, la situación permanece inmutable- toda vez que redujeron al campo a su mínima expresión.

Acentuaron la concentración de la riqueza, en cada vez menos manos, y sumaron parias a las interminables filas de la miseria en el medio rural.

La constante para los labriegos, en los últimos 38 años, ha sido la pauperización del medio rural. Las historias que testimonian tales situaciones, algunas publicadas y las más inéditas, descarnan la realidad de México y matizan la derrota de una Revolución que nació castrada. Sacan a flote la farsa de los discursos de los políticos y gobernantes, que resultan peyorativos, ante la vida cotidiana de la masa campesina.

Y aunque el tiempo sigue su curso inexorable, porque poco le importa lo que suceda a los humildes mortales, en este caso campesinos al fin, destinados a sobrevivir, a subsistir, a ser considerados, condenados, el lastre del desarrollo del país y principal obstáculo para que México se incorpore al selecto grupo de países industrializados y, con ello, a esa neoaristocracia moralista, cursi e indolente: los esquemas desoladores, a los que han sido sometidos los labriegos, no pierden el hilo conductor. Miseria, tristeza, esperanzas quebradas y angustia, exilian la alegría y la felicidad a la que tienen derecho.

Las políticas de los gobiernos mexicanos en sus tres niveles; federal, estatal y municipal, proscribieron a la masa campesina de los beneficios y riquezas con que cuenta el país.

El despojo del que fueron objeto los hombres del campo durante el porfiriato, sólo cambió de forma, pero en la práctica es igual ahora que antes. Lo que se vive en el medio rural, no sólo de México, sino de América Latina, en particular de los países centroamericanos, revela que nunca ha existido en los gobiernos, intención de hacerles justicia a los habitantes del medio rural, independientemente de los partidos que gobiernen.

Y en las ciudades este retablo se calca contundente. La vida urbana sólo tiene algunos matices infraestructurales que la separan del medio rural. En esencia se reproduce ese esquema, ese sistema de despojo, explotación, engaño, corrupción, simulación, concentración de la riqueza cada vez en menos manos. Temas a los que se les da la vuelta: todo mundo se queja de ellos y grita con la debilidad propia de las redes sociales, perfectamente controladas y manipuladas por el Estado. Farol de la calle, oscuridad de la casa. Inconciencia, esnobismo de primavera.

Así, México entra de lleno al fin de sexenio. Renovar poderes es chiste viejo, pistas de osos domesticados, malabaristas mancos y cojos, payasos frustrados, alharaqueros por pago. Toda una fauna de barones del engaño que se ofertan como decentes. Eterno retorno: “Las grandes masas sucumbirán más fácilmente a una gran mentira que a una pequeña”: Nietzsche.

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