Por Juan Danell Sánchez ⁄ FOTO: IXBALANQUÉ DANELL PÉREZ
De vida añeja con los años atorados en las privaciones y necesidades eternas, el padre de uno de tantos y tantos anónimos mexicanos jornaleros por ascendencia -dicen las estadísticas que suman como 300 mil en todo el país-, y porque no hay de otra para la gente de esos recovecos de la sociedad moderna por discurso y terriblemente pobre por realidad histórica; esconde su nombre en una conversación de recuerdos frescos y acontecimientos cotidianos.
Toda su humanidad junta, con todos sus años de vida, no llena la camisa de popelina barata, ni el pantalón de azul deslavado de tela que acusa la presencia de algodón en su textura, por lo que el cinto lo lleva bien apretado, hasta el último agujero, aunque la ropa se le arrugue en la cintura.
La talla de la vestimenta es lo de menos, lo importante es “no andar encuerado, eso sí estaría cabrón”, refiere con sarcasmo y en tono muy serio explica que la ropa es más barata cuando no le pones peros. Y para él esta condición es de mucho peso, por la ausencia de pesos.
Pescador con experiencia comprobada a dolor de espalda y días de ayuno, se extraña un poco de que su hijo sea vaquero, pero de alguna manera se enorgullece porque gana bien y vive en casa de material, aunque no sea de él, porque además tiene televisión y obviamente luz eléctrica, que no tiene que pagar porque la toma es del rancho, que por cierto está bien lejos de su terruño. Pues aunque Veracruz es vecino de Tamaulipas, Tihuatlán no lo es de la laguna de San Fernando, pero el viaje valió la pena, ya que pudo visitar a su primogénito después de quién sabe cuánto años.
Y así, entre recuerdos y anécdotas, confiesa que hay otra talla que ya no le importa, aunque no debiera de ser así. Por estos tiempos se dedica a la captura de camarón, como principal actividad, “porque deja un poco más de centavos”, y en verdad son centavos: los compradores del crustáceo se lo pagan a 10 pesos el kilo y va parejo el pesaje, sin importar que la calidad es exactamente la misma que la del marisco que en los autoservicios cuesta 350 pesos el kilo. Sólo cuando la talla es menor de 9 centímetros no se lo reciben.
La suspicacia en la charla, al cobijo del ciruelo desgreñado agobiado por los 38 grados de temperatura ambiental, aflora la broma espontánea: “te estás hincando de billetes, esa laguna hierve de camarones”. Pero no hay risas de respuesta, sólo un gesto áspero de encabronamiento mal disimulado, para soltar una respuesta seria y seca.
“A la mejor eso fue hace años. Ora, cuando hay buena pesca sacamos cuatro o cinco kilos en todo el pinche día, pero a veces ni eso”.
Y aunque hirviera de camarones la laguna de San Fernando, definitivamente para el anónimo, por decisión propia, pescador nunca sería esa fortuna; su cayuco es tan viejo y remedado como él mismo, incapaz de cargar más de 20 kilos de camarón y las artes de pesca.
El sexagenario pescador, así nada más de repente, suelta un comentario que le sale de los entresijos: “valdría más si ordeñara y vendiera leche” y clava por largo rato su atención en las vacas flacas por la sequía, refugiadas en el galerón que alguna vez fue sala de ordeña de muy baja escala, cuando la leche valía y había quien la comprara. El comentario fue como indirecta para su hijo, por haberlo querido charrear con el hervidero de camarones.
Y en este 1 de junio, precisamente, en esta fecha se celebra el Día Mundial de la Leche, festejo al que de acuerdo a información de la FAO, cada año se suman más países, porque permite centrar la atención del planeta en todo lo relacionado con el lácteo de propiedades fundamentales para una sana alimentación y satisfactorio desarrollo de las capacidades humanas.
Alimento, además, de difícil acceso por sus altos precios y de consumo cada vez más restringido, solo para sectores de la sociedad de ingresos medios y altos; el otro, aquel de salario mínimo lo conoce en los grandes anuncios de competencia por el mercado lácteo de las empresas monopolizadoras de éste.
El caso es que celebrar la vía láctea no subsana el hambre y la desnutrición de 900 millones de seres humanos en el planeta, y en el caso de México, al menos 15 millones de personas que no tienen acceso a este alimento, como el viejo pescador de la laguna de San Fernando.