Por Juan Danell Sánchez ⁄ FOTO: Ixbalanqué Danell Pérez
El señor Donald Trump les abrió la puerta a los demonios que fielmente representa, y que lamentablemente constituyen, por estadística, la mitad de la población en edad de votar de los Estados Unidos. A partir del 20 de enero de 2017, en términos de la estricta formalidad protocolaria, no de la realidad; este hombre que ganó las elecciones presidenciales del país más fuerte del imperialismo, usará a su libre albedrío, y tendrá que atarle la cola, a sus espectros, encadenarlos, y soltarles rienda sólo en los momentos clave para mantenerse en el poder. Tarea nada sencilla, pero que los grupos de poder que representa, impulsores de su candidatura, seguramente ya tienen dimensionada y afinada a través del fanatismo, que, también, es parte fundamental del kukusklanismo.
Los Estados Unidos, con Trump como presidente, regresan a los caminos escabrosos de querer establecer la hegemonía del modelo capitalista estadunidense, lo que constituye el desafío histórico de la Casa Blanca, mismo que ha costado a la humanidad dos guerras mundiales, millones de vidas y un sinnúmero de conflictos armados propiciados y patrocinados por Washington; Corea, Vietnam, Chile, Centroamérica, Afganistán, Irak, Siria, Sudán, Egipto, Libia, en fin.
Hoy las pretensiones hegemónicas de los Estados Unidos se centran, de inicio, en América Latina, para crear un bloque que sea capaz de acotar el poderío económico de la Unión Europea, y enfrentar y vencer el avance de China en el mercado mundial. Por supuesto, quiere formar un bloque de países alineados, proveedor de materias primas y de entre éstas, insisto, la más valiosa: fuerza de trabajo a bajo precio, para reestablecer los niveles de crecimiento económico, industrial y empresarial de la Unión Americana.
Esto explica, en parte, la presión discursiva de Trump, que refiere la expulsión de los indocumentados, léase inmigrantes mexicanos. Ampliaremos esto más adelante.
En México, el triunfo electoral de Donald Trump, desde el momento en que “sorpresivamente” se dio a conocer, el mismísimo 8 de noviembre; fue mistificado y los análisis y predicciones se desataron como cuentas de rosario, de la misma forma que los demonios del racismo, la intolerancia y misoginia. Catastrofismo y maledicencias inundan redes sociales y medios de comunicación, con una visión corta, afectadas por el cortoplacismo y el desparpajo de la opinión rápida, irreflexiva. Ya forman una cortina de humo muy favorable a los objetivos de esa fase del capitalismo que representa Donald Trump.
Aquí, una primera consideración que debe mantenerse presente cuando se trata este tema: la visita, o invitación, de Trump a México, ni fue elucubración del señor Videgaray, ni una visión mágica del Gobierno del presidente Peña Nieto. En historia y política no existen las coincidencias, todo es estrategia. Basta revisar el discurso del presidente electo de los Estados Unidos, para entender lo anterior.
Trump vino a México porque nuestro país, por cuestionable que sea, es la plataforma de mayor influencia en América Latina y El Caribe, además de constituir la frontera más extensa del Continente para cruzar hacia Estados Unidos desde Centro y Sudamérica, y por ende incide en el ánimo de los inmigrantes exitosos de la región, es decir, aquéllos que lograron cumplir el sueño americano, y que, como Trump, ven un competidor en los indocumentados que llegan de manera cíclica e ilícita a cumplir con trabajos que ellos mismos no quisieran realizar, pero que en algún momento los llevaron a cabo y fueron la base de su éxito como empresarios, hoy estadunidenses venidos de fuera.
Para este grupo de México-americanos, que hoy conforman 33 millones de personas, algo así como 10% de la población total de los Estados Unidos, los indocumentados de que habla Trump, también de origen inmigrante, representan la competencia que les puede disputar su estatus de bienestar, por pequeño que éste pudiera ser, sobre todo en estos tiempos en que la economía norteamericana no es precisamente boyante, y los salarios y generación de empleo ya presentan un rezago de un par de décadas.
En su visita a México, el hoy candidato electo a la presidencia de los Estados Unidos, fue muy claro al precisar que “han pasado 18 años, 18 años en que los salarios (en Estados Unidos) han caído. Mejorar los estándares salariales y las condiciones de trabajo creará mejores resultados para todos los trabajadores en particular”.
El soporte discursivo, sí así se le quiere ver, de tal planteamiento está en la urgencia que marcó Trump ante el presidente mexicano: “los trabajadores en ambos países necesitan aumentos salariales desesperadamente; hay mucho valor que se puede crear para ambos países trabajando bellamente juntos”.
El objetivo de este discurso, y de la visita de Donald Trump a México, además de contundente es clara: “conservar la riqueza manufacturera en nuestro hemisferio. Cuando los empleos salen de México, los Estados Unidos o Centro América y se van a otros países, incrementa la pobreza y la presión en los servicios sociales, así como la presión en la migración transfronteriza; una presión tremenda”, dijo Trump ese 31 de agosto en Los Pinos.
Y sí, a partir del impulso globalizador de la economía y los mercados, propiciado por los propios gurús economicistas estadunidenses desde los años de la década de los 80 y que se pudo apreciar en su mayor magnitud en los años 90, con la firma de tratados de libre comercio por todo el mundo; los países asiáticos se convirtieron en un campo fértil para los monopolios trasnacionales y ofrecieron su mercancía más preciada; la fuerza de trabajo, al precio más bajo del mercado mundial. En China el promedio de salario mínimo es de cinco dólares diarios, mientras que en Estados Unidos es de 80 dólares al día, con lo que los orientales atrajeron a sus territorios la instalación de plantas de las más grandes empresas de bienes de capital y manufacturas.
Es por ello que los países emergentes, que en realidad tendríamos que decir; el país emergente: China… Y, sí claro, Rusia, Brasil e India, invadió el mercado internacional con mercancías de bajo precio y se apoderó de la tecnología de las grandes multinacionales. Esto es a lo que Trump se tiene que enfrentar y por eso busca países aliados acotados. Es esto lo que lo llevó a plantear una postura cordial al referirse al único país que podía ser su anfitrión antes de las elecciones de noviembre, y por ello dijo en su discurso de visitante:
“Se trata de un México fuerte, próspero y vibrante; éste está en el mejor interés de Estados Unidos y conservará y ayudará a conservar durante mucho, mucho tiempo, a América unida”. Vaya, para eso quiere a nuestro país el señor Trump. Ahora dependerá de la inteligencia del Gobierno mexicano el provecho que de esto pueda obtener en favor del desarrollo nacional.
Es importante no perder de vista que la Unión Americana se constituyó con inmigrantes, a costa de masacres, despojo y sometimiento de los pueblos originarios de los territorios que ocupa. De 1820 a 1930 llegaron de Irlanda, a asentarse en Estados Unidos, 4.5 millones de inmigrantes de aquel país, y de igual forma, durante el Siglo XIX, emigraron a este territorio cinco millones de alemanes, periodo en el que se calcula, también, una inmigración de 20 millones más de personas de Europa y China, que fueron la fuerza de trabajo que le dio impulso a la industrialización de nuestro vecino del Norte.
En el caso de México, si lo quisiéramos ver de manera estadística y formal, el tema de la migración de connacionales hacia Estados Unidos inicia en 1940, coyunturalmente con la Segunda Guerra Mundial, que llevó a Estados Unidos a una mayor demanda de mano de obra, no necesariamente especializada, sino masiva, para producir alimentos, básicamente.
Y fue así que en 1942 los gobiernos de Franklin D. Roosevelt (por Estados Unidos) y Manuel Ávila Camacho (por México) firmaron el Mexican Farm Labor Program (MFLP), que en cristiano se conoce como el Programa Bracero, y que literalmente significó durante su vigencia (1942-1964), la exportación de 4.5 millones de campesinos mexicanos a los campos agrícolas y la construcción del ferrocarril de la Unión Americana, para producir los alimentos que demandaba la guerra y, posteriormente, la reconstrucción de los Estados Unidos.
Nada curioso debe resultar que se le haya traducido al MFLP como “Programa Bracero”, puesto que el Gobierno estadounidense lo que requería en ese momento eran “brazos fuertes” (braceros), no entes pensantes, para realizar las labores del campo, que de por sí son de las más rudas de las actividades humanas y en las que se presentan todo tipo de violaciones a los derechos humanos de los trabajadores.
En la actualidad los números de la inmigración contabilizan 33 millones de mexicanos y México-americanos en los Estados Unidos, mismos que representan al menos un millón de empresarios de este origen y que en conjunto contribuyen con poco más de 8% del producto interno bruto (PIB) del vecino país del Norte.
Ahora, Trump discursivamente habla de expulsar tres millones de indocumentados, no exclusivamente mexicanos, por improductivos, a los que refiere de delincuentes y drogadictos. Pero resulta que este número coincide con los indocumentados, viciosos o no, delincuentes o no, que cada año realizan los trabajos que los inmigrantes, llamémosles documentados, y la población sajona y afroamericana no se atreven a realizar, tanto en los campos agrícolas, como en las ciudades, y que se internan en el territorio norteamericano en el tiempo de calor, primavera-verano, y regresan a sus lugares de origen en el invierno, es decir, cuando hace frío y baja la demanda de mano de obra.
Las deportaciones formales suman, según los reportes oficiales de ambas naciones, entre 280 mil y 320 mil anuales, en el caso de mexicanos, pero esto debe verse como los connacionales que atrapó la patrulla fronteriza de los Estados Unidos, antes, o en el intermedio, de que cumplieran su cometido y estadía como trabajadores ilegales. Hay que sumar los que salen por su propia voluntad para pasar el fin de año en sus lugares de origen, en México.
Esto, es sólo un ejemplo de la situación e importancia de la mano de obra indocumentada para la planta productiva de los Estados Unidos y que el propio Trump puso en la palestra durante su visita a México: “los mexicanos de primera, segunda y tercera generación en Estados Unidos van más allá del reproche; se trata de personas espectaculares y trabajadoras. Tengo un gran respeto por ellos y sus fuertes valores de familia, fe y comunidad”, afirmó.
Y es precisamente en este punto en el que debe mantenerse presente la tesis de Trump respecto a esa relación bilateral con México y el verdadero objetivo de su política de desarrollo económico, que bien se puede resumir en esta parte de su discurso: “Expresé todo esto a Estados Unidos, y de Estados Unidos también dije que debemos tomar acción para detener esta tremenda salida de empleos de nuestro país, esto es algo que está sucediendo todos los días; está empeorando, empeorando y empeorando, y tenemos que detenerlo”.
Trump ya empezó a cumplir esta parte de su discurso. Carrier y Technologies Controls, empresas que estaban por migrar hacia México con el objetivo de reducir sus costos de producción hasta en 65 millones de dólares anuales, con lo cual cancelarían poco más de 2,300 empleos en Indiana, y los crearían en Nuevo León, México, finalmente con la intervención del presidente electo estadunidense, no saldrán de los Estados Unidos.
Esto constituye un botón de muestra de que Trump está dispuesto a restituir el poder mundial de la Unión Americana, mermado por los chinos, fundamentalmente. Y aquí un dato para ilustrar tal situación: en 2006 Estados Unidos fue el principal socio comercial de 127 países (de los 200 que existen en el mundo), mientras que China lo era de 70. En 2013, China fue el socio más importante de 124, y Estados Unidos de 76.
Pero dónde queda la amenaza trumpista de las deportaciones masivas de mexicanos. Ésta, es como el cuento de Juan y El Lobo, que también la podríamos significar con aquello de “a’i viene el demonio”.
Que el presidente del país más poderoso del mundo hable de deportar inmigrantes, sin duda, hace temblar al más calibrado, y para los expertos connacionales que año con año se van al Norte, tales declaraciones representan, más que una amenaza, un reto; que ya han superado durante los últimos 50 años de manera cíclica. Algo similar a las declaraciones y pretensiones de Trump, lo hicieron los senadores norteamericanos Alan Simpson y Peter Rodino, mediante una Ley que llevó sus apellidos y fue aprobada por la Cámara de Representantes el 8 de octubre de 1986, la Ley Simpson-Rodino.
Aunque estos legisladores no plantearon la construcción de un muro de concreto, o algo parecido, su propuesta tuvo como objetivo detener la inmigración de mexicanos y la deportación de los indocumentados y documentados, que no calificaran para permanecer en el territorio estadunidense, mediante mecanismos burocráticos de validación de la población inmigrante y aplicación de sanciones a los patrones que emplearan trabajadores sin documentos debidamente reconocidos por el Gobierno de los Estados Unidos.
La cita de esto vale tomarla en cuenta, porque en ese tiempo, década de los años 80, los salarios para los indocumentados se desplomaron de manera vertiginosa y en términos porcentuales llegaron a ser diez veces más bajos que el mínimo que regía en Estados Unidos.
Este es el objetivo que persigue el discurso expulsor de Trump. Las deportaciones mantendrán sus estándares cíclicos, elevados por cierto por el Gobierno de Barak Obama en un conservador 35%.
Quienes quieran trabajar como indocumentados en el vecino del Norte, tendrán que aceptar salarios de miseria, que a pesar de todo son mayores a los que perciben en México, y seguirán generando riqueza que le permitirá, en buena parte, a la administración de Donald Trump mejorar los salarios de la población “regular” sajona de los Estados Unidos, y con ello fortalecer el crecimiento de las empresas puramente norteamericanas.
El horizonte para México, en los años de Gobierno trumpista, que seguramente se reelige en 2020, no altera el futuro de nuestro país como proveedor de materias primas, acotado en su desarrollo a la política hegemónica de los Estados Unidos, que hoy lo quieren “fuerte, vigoroso”, como dijo Donald Trump en agosto pasado, lo que se traduce en tiempos difíciles para la economía del pueblo y un mejor posicionamiento para los sectores del capital nacional afines a esta nueva era de Washington: el capitalismo salvaje en su máxima expresión, que quiere decir; generar la mayor riqueza a costa de un mínimo de su distribución, para los países alineados.