Por Juan DANELL SÁNCHEZ ⁄ FOTO: Ixbalanqué DANELL PÉREZ
Por qué en México la impunidad sentó sus reales a grado tal que se puede reconocer que la corrupción no es exclusiva del país, pero sí la impunidad.
Por qué al presidente mexicano, desde hace tres sexenios se le pude decir públicamente que es estúpido, y el mandatario aludido en lugar de salir en su defensa y demostrar lo contario, prefiere callar y hacer caso omiso de tan punzante acusación que es mucho más que una afrenta o estigmatización, puesto que denota algo más que ignorancia, ubica al que recibe el calificativo como tonto, falto de inteligencia, torpe, necio.
Y estos conceptos son la antesala del retraso mental, del idiota, del que no puede pensar por sí mismo, y mucho menos tomar decisiones. Es aquel que no entiende el entorno en el que vive, no razona ni comprende la realidad en la que se mueve, ni experimenta sensación alguna al relacionarse con los seres y cosas que lo rodean y de las que se sirve para existir.
Ante las leyes y ante la sociedad una persona que reúne las características de semejante conducta y estado mental, y esto lo determina la voz popular estibada por los medios masivos de comunicación, es un estúpido: así de claro y así de sencillo, no puede ser, por tantas incapacidades atribuidas a su comportamiento, responsable de sus actos. La irracionalidad de su conducta y sus desvariadas acciones en la vida diaria, son razón suficiente para entender que se trata de un enajenado incapaz, como ya se dijo, de entender y asimilar el acontecer social y desarrollo humano.
Pero, también, por ese hecho, por inconsciente, es inocente de sus actos, aun cuando éstos afecten y tengan resultados dramáticos o drásticos para sus coexistentes, cercanos o lejanos, familiares o vecinos, conocidos o simples ciudadanos. Cuando un estúpido (léase en la génesis de idiota) comete un crimen, y se demuestra su idiotez, las leyes no lo castigan con la cárcel, por grave que sea el delito, sino que se le recluye en un hospital de rehabilitación y tratamiento de débiles mentales, porque en realidad no supo lo que hizo; no razona: no tiene conciencia de su ser y su hacer, no entiende.
Aunque esa tesis no es determinante, o no debiera serlo, porque un criminal puede simular que hace estupideces y asumirse, por ello, como estúpido por la vía del silencio en su defensa, y así salvarse de pagar por sus delitos. Finalmente, para los cínicos lo que menos importa es la dignidad, la ética y la honestidad, virtudes todas ellas de los seres pensantes que pugnan por el desarrollo armónico de la sociedad y que jamás podrían instalarse en el cinismo de asumirse como tarados-estúpidos: no pensantes.
Por estas razones, de ninguna forma se le puede considerar al presidente de México, Enrique Peña Nieto, como estúpido, idiota o pendejo: de insistir en ello, se le exculpa de facto por las atrocidades, pifias, daños y debacles que ha provocado al país, a la sociedad, al pueblo, a cada uno de los mexicanos que no estamos en su zona de confort. No hay que perder la pista.