Patria sacudida por un sismo de 7.1 grados

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Por Juan Danell Sánchez

La ciudad amaneció en silencio con un Sol desabrido como compañero. En sus calles angustia, zozobra, temor, frustración, frenesí por auxiliar, caminan pausados a ratos, apresurados de tiempo en tiempo. Pasado el mediodía anterior -19 de septiembre desde ahora cabalístico para los capitalinos- apenas por una hora; 13:14:40 horas para mayor precisión, la orgullosa urbe más grande y de las más pobladas del mundo sufrió en sus entrañas una de las peores sacudidas que registrara la historia de la capital del país: un sismo de 7.1 grados en la escala de Richter, del que aún no se saben las consecuencias ocultas que dejó. Las evidentes son trágicas, derrumbes de edificios habitacionales y centros de trabajo que se vinieron abajo por viejos o por mal construidos, de manera inmediata durante el movimiento de la Tierra y que causaron la muerte de 117 personas sólo en la capital del país, así lo dice el conteo del Gobierno, sin haber terminado los trabajos de rescate.

El temblor no sólo cimbró la infraestructura que le da vida a la gran ciudad ¡No! Sacudió la médula espinal y el corazón del país, la conciencia da muestras de querer despertar. El pueblo en andas se desbordó simultáneo por las calles de las zonas que registraron mayores daños, mucho antes que Protección Civil, Ejército y Marina. Levantaron a mano limpia piedra, trozaron varillas, gritaron desesperados sobre los escombros en busca de una respuesta que diera muestras de vida. Dejaron piel y sangre en los escombros, sin recato ofrendaron vida para salvar vida o rescatar una muerte que diera fe de la existencia de los atrapados, víctimas de la desgracia.

Tomaron la mano de la parca en desdeño de la vida propia para dar esa respuesta impensada, inmediata, irreflexiva ante el peligro mismo de perecer en el intento de auxiliar, inexperta en las lides de emergencias, en un acto reflejo de ayudar. Es la condición humana de preservar la especie, de responder y sanar, como sociedad, las heridas abiertas por la apatía y dejadez alimentadas por los ritos del consumismo y la mezquindad de los gobiernos.

Ajenos a la organización disciplinaria de los cuerpos de rescate y las fuerzas públicas, levantaron los brazos por la impotencia de no contar con códigos protocolarios para afinar el rescate, pero de ahí construyeron señales para ordenar movimientos y acciones que permitieran cumplir con su objetivo fundamental, rescatar, rescatar, rescatar, sin importar lazos sanguíneos, parentescos o amistades. Encontrar a un semejante y arrancárselo de los brazos a la muerte era la riqueza más preciada por alcanzar, y el tiempo se fue por horas.

Mentira que sean anónimos. No pretenden heroicidad alguna, ni buscan cámaras y reflectores, son seres de carne y sangre, son pueblo que siente al pueblo, sensible a la desgracia, que se hermana por condición social y sabe responder con valor y arrojo en las emergencias. No esperan ni buscan la Cruz de Hierro por sus actos.

El profundo respeto que tienen por la vida los mueve, inclusive, a dejar por días a la familia. Sonríen con tristeza cuando por momentos ya no pueden hacer más o cuando ya no los dejan hacer más y son sustituidos por los expertos que traen equipos sofisticados, o por el Ejército que toma el mando de las operaciones de rescate, con el rigor militar en cumplimiento de las frías, insensibles, generalmente inconscientes, disposiciones gubernamentales.

Esperan pacientes que los vuelvan a llamar, un par de tacos gordos de arroz con frijoles y medio litro de agua embotellada son suficientes para aguatar el tiempo que sea necesario. Pero ya no los requieren, el Ejército y la Marina tomó el control, acordonó las zonas mayormente dañadas. Es momento de meter la maquinaria pesada que apresure la limpieza de los restos derrumbados. No se oyen voces o sonidos y eso basta para cerrar el rescate. En el sismo de 1985, los basureros del Bordo de Xochiaca, donde se depositaron los escombros del sismo retirados con maquinaria aparecieron osamentas humanas.

Pero, ahora ocupan voluntarios para hacer vallas humanas que les impidan el paso a quienes iniciaron el rescate, así como a los dispuestos a remover escombros, en su mayoría jóvenes mujeres y hombres que compraron con su tarjeta de crédito el equipo que consideraron propio para un rescatista, aunque ignorantes de cómo manejarlo; pala, marro, hacha, guantes de carnaza, botas con casquillo, casco de plástico amarillo o naranja y chaleco fosforescente, que no pudieron estrenar.

Los acopios están desbordados de alimentos, agua, herramientas y medicamentos muy básicos, y la gente sigue ahí en la entrega de su ayuda en especie, es tanta que en algunos lugares se percibe un olor a comida descompuesta y los brigadistas aprenden sobre la marcha a organizar y distribuir. Unos gritan “faltan cobijas y sábanas”, pero no es albergue donde están.

“Marcadores, faltan marcadores”, “De qué color”, “Hum, guindas ¡No! Morados y amarillos”, “No hay marcadores”, “Bueno, plumas y lámparas”, “No hay”, y es un acopio de medicinas lejano a la vista y atención de las autoridades y los medios de comunicación, situado en la esquina de Monclova y Quintana Roo, de la colonia Roma, que se mantiene a la expectativa del derrumbe de tres edificios dañados por el sismo. Es el pueblo desbordado, no hay presencia de empresas con donaciones, ni expertos, ni corporaciones empresariales que levanten la mano para ayudar.

Y así el peregrinar improvisado del auxilio citadino, frustrado, atado de manos porque superaron en número con mucho a la desgracia y porque las autoridades dispusieron que ya no son necesarios, impactaron a las fuerzas militares y policiacas que nunca esperaron ver al pueblo en las calles fuera de una manifestación de protesta manipulada por políticos, familias completas cargadas con alimentos y todo tipo de enseres para llegar al centro de acopio más cercano a donar más de lo que su economía les permite.

Bastó que en las redes sociales se mencionara el abandono en que se encontraba la población de San Gregorio en la delegación Xochimilco, y de Jojutla, Morelos, para que la gente pusiera a disposición sus autos, camionetas, motocicletas, bicicletas, y formará brigadas para llevar alimentos, medicinas, herramientas y lo más valioso, el espíritu de ayuda incondicional, total, de manos inexpertas pero con el corazón en cada una de ellas para remover escombros y hermanarse con los damnificados, que no con las autoridades que dejan mucho que desear en su actuación ante el siniestro.

Y la historia apenas asoma su cara más dramática. A cada hora, a cada minuto, surgen más y más edificaciones que en un principio no presentaron daños evidentes, pero que se agrietan de manera inesperada y altamente peligrosa, por lo que deben ser desalojadas las familias que las habitan. Al momento de dar cuenta de esto sumaban más de tres mil edificios inservibles. Pérdida total para sus habitantes, desde hoy desplazados por el sismo. En 1985 damnificados por la misma razón. El número de ellos aún indeterminado, pero se contarán posiblemente por cientos de miles.

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