Por Juan Danell Sánchez ⁄ FOTO: Ixbalanqué DANELL PÉREZ
Y qué mejor, que para empezar dejamos hablar el alma, aunque no exista. Eso lo hace más interesante. Es como decir que se haga la voluntad de Dios en la milpa de mí compadre; refrán campirano de larga trascendencia y profundo significado en esto de las creencias, los credos y acertijos de la vida.
Mientras disfrutamos una cerveza medio fría en la tribuna, al otro lado lejano del ruedo, los toros se ven mansos y los toreros pendejos y cobardones. Desde ahí la garganta está robustecida por el calor de la tarde dominguera y el poco alcohol deliberado de la cerveza, diezmada en su graduación etílica. Los empedernidos seguidores tauromáquicos, profesionales o simples villamelones, como se le dice a esa afición de la borrachera en cualquier escenario; califican, reclaman, ovacionan y llegan a denostar al matador… y al toro, por cobardes, por falta de bríos y tamaños, porque ni uno, ni otro le entra de frente con arrojo a los chingadazos, a la muerte en pleno, como ningún diputado, senador, político o funcionario, acoge sus obligaciones para las que fue puesto ahí, en su curul y escritorio; son un simple espectáculo.
El torero siente el reclamo y apunta el corazón a las astas del atolondrado vacuno que trae el bravío jodido por el tratamiento de sutiles cachiporrazos propinados sobre patas, cuello y testa, en los corrales, aplicado por el personal bien adiestrado en estos menesteres para disimular, ante la ovación, el castigo a la bestia de genética indomable y medio salvaje, con el maquiavélico fin de bajarle intensidad, no bravura, al astado. Idéntico este procedimiento al que aplica el Gobierno a los llamados medios masivos de comunicación, ya bien amansados con migajas del poder y alguna fortuna acotada.
El toro, al que la canción le dice asesino por embestir a osado infante que, a la luz de la Luna en noche de plata, nunca midió sus limitaciones tauromaquias; escucha la gritería, ignora el significado del concierto desordenado que sale de aquellos enloquecidos, pero en el tono altanero de ese ruido siente el reclamo de embestir. Es el mandato, la orden de los improvisados fumadores de puros y adminículos de boinas gallegas que piden en sus adentros que destripe al matador, antes de que él le reduzca el corazón a un simple coagulo trozado por mitad, o simplemente dañado de muerte, según el tino del espada, que si falla no hay problema, porque el descredito en esta plaza no hace mella, para eso existen gobernadores ladrones, gobiernos fallidos, asesinos impunes, funcionarios saqueadores, empresarios corruptores y una amplísima gama de deshonestos circulando tranquilos por las calles.
De lo que se trata es de hacer faena, que ruja la plaza, que brame la embestida del animal, que los vítores fluyan para hombre y bestia sin aprensión alguna. Adiós al sentimiento de razonar un ole y otro ole, para el diestro o para el vacuno salvaje de embestida natural. Maldecir y repudiar como doctos críticos imberbes en las redes sociales, insultar con lesiva agudeza iletrada, para que los corrompidos se avergüencen y enmienden el camino, al sentir el peso de la ofensa espontánea de feisbuqueros y tuiteros profesionales.
Y la raza festeja. Es el público que singulariza la fiesta brava por su capacidad de caracterizarse como maestros innatos de la simulación de valentía inaudita y crueldad sensiblera ante la muerte del perdedor, en mayoría los de lidia, pero también los arrojados que por ello fueron imprudentes, desafortunados, y abrazaron la muerte antes de que ella quisiera llevarlos: al menos así parece. Los líderes de toda ralea populachera van de plaza en plaza para ganar palmas, aunque no por ello llenen las palmas de sus ovacionadores.
La arena en su estructura y asistencia humana, es un festín de inconciencia, de relajada sinrazón, por brava y sangrienta espectacularidad, por liberar profundos sentimientos de autodestrucción y conmiseración entrelazados. Es la orgía negada en el sí mismo. El guardapolvo de mustios y avalentonados con los vapores de la ignominia, liberada ahí gracias a los fermentos cebaderos.
En los corrales los toros andan inquietos, dicen los que viven de ello, para justificar el precio que les impusieron y hasta los hacen famosos por la bravura en las embestidas, que en contadas veces les da el indulto.
En el ruedo sudor y sangre hacen la fiesta brava: vida por vida, dolor por dolor, audacia y bravura, capote, muleta y maestría en el estoque dan el espectáculo. Clase en hombre y bestia elevan el espectáculo a fiesta: circo romano dos mil años después de la barbarie. Pero, “los toros se ven desde la barrera” … Así como ver México, la realidad del país, a cierta distancia, desde el confort de la apatía.